De hecho, en un principio, si alguien quiso sentarse en mi regazo no fueron los niños y su torpe ingenuidad. Fueron sus madres. A todas horas, en cualquier época del año, con cualquier estúpida excusa, llamaban a mi estudio e insistían en sentarse en mi regazo. Al principio, por cortesía, me negaba. Yo, por aquel entonces, era un joven caballero de la corte, recién llegado, con el supuestamente peor trabajo de todos. Más tarde, la carne cedió, me rendí, fui otro más, como todos los demás.
Aquella época, sobra decirlo, fue la más feliz de toda mi vida, la más atareada, la que más alegrías y dolores de cabeza me dio.
Y una tarde normal, mientras estaba escribiendo una carta, una niña entró en mi cuarto. La miré de reojo y le pregunté que qué quería. Con voz inocente contestó que sentarse en mi regazo, como habían hecho sus hermanas (sus hermanas, las gemelas de grandes ojos, ¡qué grandes ratos pasamos juntos!). Yo la miré con ojos tiernos y le dejé subirse a mi regazo. Ella me contó que nunca había tenido una muñeca, su familia estaba atravesando dificultades y lo que más quería en este mundo era una muñeca de trapo, una amiga de verdad.
Mi corazón, roto por sus hermanas, no pudo negarse y, después de prometerle a la chiquilla su muñeca, terminé la carta diciendo a mi señor: y si no fuera mucha molestia, le ruego que también me mande diez muñecas de trapo en previsión de lo que puede pasar. Atentamente, Nöel Pirgie.
(El escriba, José Luis Merino)
Etiquetas: Mis escritos, mis relatos
Gran corazón, enorme...Por la gran muñeca de trapo toca el impulso, las nenas deseábamos aquellas muñecas. Hombre un beso